lunes, 23 de agosto de 2021

Si la cultura ha muerto ¿Quién la mató?

Pues vuelvo a los cines Golem, a ver con qué me estafan esta tarde. La culpa no es de los empleados de las salas, por supuesto, ellos saben que allí se proyecta cine independiente y, si les preguntas su opinión sobre algún estreno, son pasmosamente sinceros. Adoro esta sinceridad madrileña a la que no estoy nada acostumbrada. Los del sur somos como más del camelo por reminiscencias árabes de la picaresca, pero aquí cuando te van a vender algo te dicen las ventajas y los inconvenientes y, en caso de que piensen que no te va a funcionar, te lo desaconsejan del modo más abierto. Me fijo en una película francesa y consulto al acomodador. — Pues bien- me dice- algunos salen de la sala encantados, pero otros cabreadísimos. Es, se entiende, una película muy francesa. Huelgan más comentarios. Si la película es comedia y muy francesa, miel sobre hojuelas, pero si se trata de un drama, apunta a grandísimo tostón. — Es un rollo ¿verdad? –le vuelvo a preguntar, sólo por confirmar el presentimiento. El chico se rasca ligeramente la oreja y hace un leve gesto de asentimiento: — Como te digo una cosa, te digo la otra. Lo cual se puede traducir, “yo ya te advertí, tú verás”, pero, en fin, ya tengo sacada una entrada para una peli coreana “La mujer que escapó”. Me he tirado al fango sin consulta previa y sin leer siquiera las frases del cartel que elogian al director Hong Sangsoo, “Cada vez más depurado, más minimalista, más intenso”. O sea, “más minimalista”, me cachis en la mar, eso significa planos fijos, diálogos con más silencios que palabras y languideces de minutos suspendidos. Menos mal que funciona bien el aire acondicionado y que en la tienda china de enfrente se pueden comprar bebidas fresquitas, porque se atisba que la película será un buen trago, de esas que sugieren todo y nada cuentan. En fin, no tengo nada en contra de ser un espectador activo e interpretar lo que se calla, me avala mi masoquismo judeocristiano y el gusto por lo rarito, ¿pero no se está pasando ya el cine independiente con repetir tantas raciones de lo mismo? 77 minutos de miradas perdidas, espacios cerrados y perfiles de dos personajes a contraluz en un salón, son muchos minutos para llegar a una conclusión tan pueril: La protagonista, llegada a un punto de su vida, se siente fracasada y vuelve a visitar a sus amigos del pasado para comprobar que ellos han fracasado también. Para un viaje así, no se necesitan tantas alforjas: La vida desgasta, el pasado idealizado no regresa, las ilusiones tienen fecha de caducidad…Oye, pues sí, todo el mundo lo puede comprobar cuando cumple, por lo menos, treinta y cinco, ¿pero no se puede contar eso con más chispa, más gracia y más ligereza? Creo yo que sí y que, por eso, es tan necesaria la comedia, no esa comedia inverosímil, que fuerza los finales felices, sino aquella que nos reconcilia con nuestra propia condición humana y la tendencia al fracaso. Cito “Otra ronda” del director danés Thomas Vinterberg, que relata una historia ambigua como es la propia vida y tiene, como la vida misma, una moraleja incierta, pero transpira, vibra y hace reír en los momentos más dramáticos. Sus personajes son frágiles, tiernos, defectuosos; están vivos y les tomas cariño. En resumen, no es mi idea hacer maniqueísmo, sino crítica objetiva, porque creo que la crítica subjetiva ha matado a la cultura y no el mal gusto del público. El público, por lo general, es obediente y va a ver los espectáculos recomendados ¿Se piensa de verdad en él cuando se le recomiendan productos plúmbeos bajo la excusa del minimalismo, el lirismo y la sugerencia? ¿Cuando se le elogian novelas sin argumento, películas estáticas y exposiciones de artistas vacíos? La cultura no muere porque un crítico sea despedido de su trabajo, sino porque el público ha dejado de tener interés por ella al ser mal aconsejado e ir a espectáculos decepcionantes o leer libros sin sustancia. Habría que hacer examen de conciencia y hacer de la crítica una religión como Unamuno: “Mi religión es la vida en la verdad y la verdad en mi vida”, claro está que con eso no se come, contaba Rafael Cansinos-Assens cómo los críticos de su época ponían verde entre sí una obra de teatro y, al día siguiente, le dispensaban elogios en todos los periódicos. La crítica requiere servilismos y hay que pagar las facturas, pero, a la larga, esto sale caro, pues es el público quien paga y, si se siente estafado, el negocio va a la quiebra ¿qué hay que hacer? Tal vez perder amigos y clientes y ajustarse a la incómoda honestidad para recomendar lo que de verdad es valioso, de este modo el público regresará. La cultura puede existir sin tantos artistas apócrifos y sin tantos críticos hipócritas, pero sin público, nunca.

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