jueves, 19 de agosto de 2021

La desolación de los libros

En verano se abandonan los libros como se abandonan las mascotas. Las olas de calor dan qué pensar en los incómodos pelos que dejan los animalitos en la tapicería de los sofás y en el polvo que acumulan los volúmenes en las estanterías. Como declaración de higiene, para estar más fresquitos, igual dan arranques de cortarse el cabello, orillar a perros y gatos en algún punto oscuro de la carretera y arrojar los libros al contenedor. La fidelidad a los compañeros del invierno se disipa cuando las temperaturas llegan a la flama insostenible de los cuarenta grados. En ese extremo todo estorba; caen a la fogata de la intemperie caliginosa los muebles más ajados y prescindibles y también los libros con su peso sólido y seco. Ese escritor que ahora mismo culmina su gran obra entre desmayos y sudores, debería saber que algún día, con suerte, irá a parar a un contenedor en pleno agosto, porque los títulos que asoman en el basurero son grandes éxitos de la literatura universal. Ya sería un gran honor encontrar tu libro junto a los de Dickens, Hermann Hesse y García Márquez algún verano futuro salpicado de cortezas de sandía. Incluso la literatura eterna tiene su memento mori; cualquier verano tórrido es la ocasión. Los libros se echan a la calle, si no es en contenedores, será en librerías de lance, donde están tirados como el “bacalado”: un libro a un euro y tres libros a dos y así sucesivamente. En el cesto de reclamo a la entrada de la librería de ocasión sus cubiertas denigradas por el efecto del sol se clarean y piden limosna ¿qué puede esperar un escritor de hoy día si Galdós, Kafka y Wilde andan en estas condiciones? Más barato que un café te sale el talento de nuestros próceres en la calle Mayor, en Claudio Coello o en Malasaña, por citar algunos lugares emblemáticos de Madrid. Si Mariano José de Larra dijo que “Escribir en Madrid es llorar”, ¿qué tendría que decir ahora? La Librería de los Bibliófilos Españoles en la Travesía del Arenal es a día de hoy una tienda de deportes, la librería Mariano, una cervecería ¿quién da más o, mejor dicho, quién da menos? A principios de verano descubrí una librería pequeñita, llamada Pérgamo, en la calle General Oraá del barrio de Salamanca. Era como una tienda de golosinas con muchas exquisiteces: ejemplares raros y curiosos, entre los que no faltaban los poemarios. En un lugar preferente se encontraba uno de la paisana doña Victoria Atencia “Como las cosas claman”. Pasado un mes, cambió radicalmente la fisonomía del escaparate, que se hallaba ahora ocupado por gigantescas portadas de los libros más vendidos; ese tipo de carteles que son propios para anunciar estrenos de cine. El librero dejó en la puerta un letrero manuscrito, “Se cierra hasta nuevo aviso”, todo ello componía un mensaje demoledor. Aquella plaza acababa de ser conquistada y su propietario abandonó el escudo, después de la última batalla perdida, y huyó en retirada ¿se llevaría consigo sus joyitas o las vendería en lotes a precio de saldo? Espero que no corra la misma suerte la librería Hiperión de calle Salustiano Olózaga, pues tenía apalabradas con el encargado del local las obras completas de Demófilo; Antonio Machado Álvarez, el padre del célebre poeta. Le tengo mucho cariño a este tenaz escritor, porque es uno de los personajes de mi novela sobre secundarios; esos literatos que desaparecieron de la memoria con mayor facilidad, pues nunca llegaron a prender más llama que la de las estrellas fugaces. Algunos triunfaron un poquito, otros nada, pero cuentan con el indiscutible privilegio de no aparecer en los contenedores de basura ni en las librerías de lance, porque las tiradas de sus obras fueron tan pequeñas y de tan baja calidad que se pudrieron por el camino. Puedes, si te obstinas mucho, comprar alguno a coleccionistas. Ni siquiera el tiempo ha revalorizado esos libretillos amarillentos y cagaditos de moscas. Compruebo, al leerlos, que son malos, muy malos, y que el tribunal que los juzgó no fue tan severo, sin embargo, me dan ternura sus ilusiones desmesuradas y me inspira respeto su trabajo, pues incluso las páginas de escaso mérito literario cuestan muchas horas de dedicación ¿Qué pensarían ellos, que vinieron a pasar miserias al Madrid de las oportunidades, al ver las obras de sus contemporáneos exitosos pidiendo limosna en los escaparates de las librerías de segunda mano? ¿Creerían todavía que merece la pena escribir y dejarse la vida en ello? En cada vagón de metro, entre todas las personas que se afanan en sus móviles, solo hay una que lee un libro y, aunque el porcentaje sea mínimo, hay que felicitarse por que aún exista. Por seducir a ese solo lector merece la pena cualquier esfuerzo, porque, hoy por hoy, está en sus manos el futuro de la literatura, si lo hay…

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