martes, 31 de agosto de 2021

Los increíbles pijos del barrio de Salamanca

Quien no ha ido al barrio de Salamanca, no ha visto nunca un pijo. En todas las ciudades hay pijos, claro que sí, pero no hay pijos más pijos que los de esta zona residencial de Madrid. Estos pijos son de cinco jotas, de cinco súper jotas y, de tan pijos, no parecen ser reales. Yo creía que los personajes de Jordi Labanda eran una ficción y, sin embargo existen, en carne y hueso. La realidad supera a la ficción y cómo. Desde Diego de León hasta Goya, Velázquez y Serrano, ves desfilar por las calles auténticos pases de modelos. Las chicas van siempre de peluquería, incluso en julio, hasta que toca el tiempo de veranear en su villa exclusiva y marítima del norte o del sur de España. Verlas pasear con sus perritos de raza es un prodigio estético. Qué bonitas lucen con sus vestidos de ideal combinación cromática a juego con la mascarilla, subidas a tacones imposibles, altísimos, que saben manejar con soltura genética, porque los tacones son una prolongación natural de sus pies como lo es el iphone de sus manos, recién salidas de la manicura, y por más que se abstraigan en el charloteo al aparato, mientras cruzan los pasos de peatones y recorren las espaciosas calles, jamás pierden el equilibrio. Su paso es seguro, decidido y majestuoso e incluso si un día calzan sandalia plana, parecen seguir pisando erguidas sobre igual altitud, como si llevasen incorporados a su anatomía unos sempiternos tacones espirituales. Sus chicos no las desmerecen en absoluto, todos uniformados con camisas Ralph Lauren, caballito en pecho, por lo general, celestes, y pantalones beige de pinzas, planchadísimas ambas prendas, que parecen recién salidas de la tintorería a cualquier hora del día o de la noche ¿quién los planchará de esa manera? ¿Harán junto a sus estudios universitarios, un máster de planchado? Aquí ni los divorciados se arrugan; estos varones del barrio de Salamanca no parecen salir de casa, de un despacho o de un bar, sino directamente de un escaparate de la calle Serrano. Se diría que tampoco transpiran, pues no ves en sus impecables camisas manchas de sudor ¿serán maniquíes? Tampoco engordan ni ellos ni ellas. La gordura es más propia de las dietas del fast-food a las que obligan las jornadas laborales extenuantes y las penurias económicas: cosa de pobres que sacian el apetito a base de pan, carnes grasientas, patatas refritas y muchas salsas. Los pijos de Salamanca comen relajado y saludable; marisco, carnes magras y esnobismos asiáticos de ligera digestión, pero, ojo, que semejante mantenimiento requiere un esfuerzo titánico y no solo del bolsillo. Comenta una chica en una terraza de calle General Pardiñas que ella se pesa cuatro veces al día, a lo que responde su compañero de mesa: -Eso no es nada, yo me peso antes de desayunar y después, igual antes y tras el almuerzo y, a la noche, cuando salgo del gimnasio, antes de la ducha y después de la ducha. En fin, nada es gratuito en esta vida y, a lo que se comprueba, la belleza no es un don genético, reservado a las clases aristócratas. Lo que sucede es que ellos se la curran y es mucho curro por lo que veo: peluquería, esteticista, plancha, dieta, gimnasio… ¿Es posible vivir aquí sin llegar a ese nivel? Por fuerza tiene que serlo, pues, aunque parezca inverosímil aquí te puede salir más barato el alquiler de un piso que en la bohemia Malasaña; un cuchitril entre Bilbao y San Bernardo cuesta un ojo de la cara y hay mucho pijoprogre que lo paga. Bajo un aspecto estudiadamente descuidado; ropa de segunda mano o del Rastro, hay personas solventes con ínfulas de artistas, si bien los artistas muertos de hambre, los de toda la vida, tienen piso en Lavapiés. Los pisos de Lavapiés son más baratos que los del barrio de Salamanca, pero aquí las calles están más arboladas y son más tranquilas e higiénicas. Este barrio recibe el nombre del marqués de Salamanca, que no era salmantino sino malagueño. El estadista, banquero y político, que llegó a tener la fortuna más grande del país, ideó en el siglo XIX un barrio para que los pudientes pudiesen vivir en mejores condiciones: con calefacción, electricidad, cuartos de baño y amplias estancias, abiertas a grandes ventanales, y pasearse por espaciosas calles diáfanas como en una réplica al París de Haussmann. Se puede seguir respirando este ambiente decimonónico hasta llegar al extremo norte de la calle Diego de León; allí llega la otra cara del barrio de Salamanca: La Guindalera, que es como una gran habitación de servicio para los señoritos de la zona sur. En sus edificios de construcción de los sesenta (siglo XX) habitan cajeras de supermercado, camareros, limpiadoras y asistentes de ancianos, mayormente latinos. Hay solo que cruzar una calle para adentrarse en ese mundo tan distinto y, a pesar de ello, la frontera está muy bien delimitada, los pijos nunca van por allí. Desde Diego de León hasta la Puerta de Alcalá, los pijos viven en una burbuja ideal, en su paraíso perfecto hasta que llega el verano y viajan a destinos exclusivos y/o van a sus residencias marinas. Ahora las terrazas de bares y restaurantes vuelven a animarse con sus conversaciones. Regresan alegres y bronceados. Solo en agosto Madrid no es cosa suya.

jueves, 26 de agosto de 2021

El bocata de calamares

Por mucho que quieras resistirte al tópico, si estás en Madrid más de tres días, cederás al bocata de calamares. Dicen que la receta es de origen andaluz, pero a un andaluz, como es el caso, se le hace muy raro ver el pescado frito entre dos panes ¿Qué tal quedaría un bocadillo de boquerones victorianos?- nos preguntamos los malagueños. La fórmula gastronómica del bocadillo de calamares se concibió, como casi todas, por motivos económicos. Desde el siglo XVIII llegaba buen pescado a Madrid, gracias a los arrieros maragatos de León, que eran los encargados de traerlo, pero como era lógico, tardaban como mínimo tres jornadas, y no llegaba muy fresco, de modo que la manera de disimular el mal estado era enharinarlo, freírlo y regarlo con zumo de limón. Si encima el manjar se emparedaba en un bollo de pan, satisfacía el hambre de un comensal durante varias horas sin tener este que gastarse muchas perras. Los hambrunos y con pocos recursos han sido siempre una población importante en la capital de España, que es residencia de gusto para menesterosos, aventureros y artistas: o sea; muertos de hambre en general. La oportunidad llega o no llega, pero, mientras tanto, se sobrevive con los bocatas de calamares. Es el menú de los diletantes y no hay músico, ni actor, ni periodista que no lo tenga en su currículum. Si, cuando están en la cima, les hacen una entrevista, por decir que el éxito les costó mucho esfuerzo, comentan “yo he comido muchos bocadillos de calamares”. Pues bien, si hasta mi gurú, Francisco Umbral, se rindió al emblemático bocata ¿por qué no iba a hacerlo yo? Lo hice, claro que sí, en la calle de Toledo, muy cerca de la Plaza Mayor. El local se llamaba “La vieja taberna” y no entré allí por el bocata de calamares en sí mismo, sino porque servían cerveza Victoria, malagueña y exquisita ¿qué puedo decir? La nostalgia me pudo, pero el apetito pudo más y allí me rendí al bocadillo de calamares. Lo hice en buena plaza y me creó adicción, así que el domingo, después de una visita al Rastro, lo volví a pedir en el bar “Ataca, Paca” de la calle Arganzuela. Mi enamoramiento fue total; el pan era crujiente y los calamares compactos, nada babosos y muy bien fritos. El local me resultó muy agradable con sus castizos parroquianos y sus estanterías de libros, entre los que destacaba una Biblia Evangélica. Esto es la gloria, compañeros, comerse un bocata de calamares y después leer la Biblia. De Madrid al cielo.

lunes, 23 de agosto de 2021

Si la cultura ha muerto ¿Quién la mató?

Pues vuelvo a los cines Golem, a ver con qué me estafan esta tarde. La culpa no es de los empleados de las salas, por supuesto, ellos saben que allí se proyecta cine independiente y, si les preguntas su opinión sobre algún estreno, son pasmosamente sinceros. Adoro esta sinceridad madrileña a la que no estoy nada acostumbrada. Los del sur somos como más del camelo por reminiscencias árabes de la picaresca, pero aquí cuando te van a vender algo te dicen las ventajas y los inconvenientes y, en caso de que piensen que no te va a funcionar, te lo desaconsejan del modo más abierto. Me fijo en una película francesa y consulto al acomodador. — Pues bien- me dice- algunos salen de la sala encantados, pero otros cabreadísimos. Es, se entiende, una película muy francesa. Huelgan más comentarios. Si la película es comedia y muy francesa, miel sobre hojuelas, pero si se trata de un drama, apunta a grandísimo tostón. — Es un rollo ¿verdad? –le vuelvo a preguntar, sólo por confirmar el presentimiento. El chico se rasca ligeramente la oreja y hace un leve gesto de asentimiento: — Como te digo una cosa, te digo la otra. Lo cual se puede traducir, “yo ya te advertí, tú verás”, pero, en fin, ya tengo sacada una entrada para una peli coreana “La mujer que escapó”. Me he tirado al fango sin consulta previa y sin leer siquiera las frases del cartel que elogian al director Hong Sangsoo, “Cada vez más depurado, más minimalista, más intenso”. O sea, “más minimalista”, me cachis en la mar, eso significa planos fijos, diálogos con más silencios que palabras y languideces de minutos suspendidos. Menos mal que funciona bien el aire acondicionado y que en la tienda china de enfrente se pueden comprar bebidas fresquitas, porque se atisba que la película será un buen trago, de esas que sugieren todo y nada cuentan. En fin, no tengo nada en contra de ser un espectador activo e interpretar lo que se calla, me avala mi masoquismo judeocristiano y el gusto por lo rarito, ¿pero no se está pasando ya el cine independiente con repetir tantas raciones de lo mismo? 77 minutos de miradas perdidas, espacios cerrados y perfiles de dos personajes a contraluz en un salón, son muchos minutos para llegar a una conclusión tan pueril: La protagonista, llegada a un punto de su vida, se siente fracasada y vuelve a visitar a sus amigos del pasado para comprobar que ellos han fracasado también. Para un viaje así, no se necesitan tantas alforjas: La vida desgasta, el pasado idealizado no regresa, las ilusiones tienen fecha de caducidad…Oye, pues sí, todo el mundo lo puede comprobar cuando cumple, por lo menos, treinta y cinco, ¿pero no se puede contar eso con más chispa, más gracia y más ligereza? Creo yo que sí y que, por eso, es tan necesaria la comedia, no esa comedia inverosímil, que fuerza los finales felices, sino aquella que nos reconcilia con nuestra propia condición humana y la tendencia al fracaso. Cito “Otra ronda” del director danés Thomas Vinterberg, que relata una historia ambigua como es la propia vida y tiene, como la vida misma, una moraleja incierta, pero transpira, vibra y hace reír en los momentos más dramáticos. Sus personajes son frágiles, tiernos, defectuosos; están vivos y les tomas cariño. En resumen, no es mi idea hacer maniqueísmo, sino crítica objetiva, porque creo que la crítica subjetiva ha matado a la cultura y no el mal gusto del público. El público, por lo general, es obediente y va a ver los espectáculos recomendados ¿Se piensa de verdad en él cuando se le recomiendan productos plúmbeos bajo la excusa del minimalismo, el lirismo y la sugerencia? ¿Cuando se le elogian novelas sin argumento, películas estáticas y exposiciones de artistas vacíos? La cultura no muere porque un crítico sea despedido de su trabajo, sino porque el público ha dejado de tener interés por ella al ser mal aconsejado e ir a espectáculos decepcionantes o leer libros sin sustancia. Habría que hacer examen de conciencia y hacer de la crítica una religión como Unamuno: “Mi religión es la vida en la verdad y la verdad en mi vida”, claro está que con eso no se come, contaba Rafael Cansinos-Assens cómo los críticos de su época ponían verde entre sí una obra de teatro y, al día siguiente, le dispensaban elogios en todos los periódicos. La crítica requiere servilismos y hay que pagar las facturas, pero, a la larga, esto sale caro, pues es el público quien paga y, si se siente estafado, el negocio va a la quiebra ¿qué hay que hacer? Tal vez perder amigos y clientes y ajustarse a la incómoda honestidad para recomendar lo que de verdad es valioso, de este modo el público regresará. La cultura puede existir sin tantos artistas apócrifos y sin tantos críticos hipócritas, pero sin público, nunca.

jueves, 19 de agosto de 2021

La desolación de los libros

En verano se abandonan los libros como se abandonan las mascotas. Las olas de calor dan qué pensar en los incómodos pelos que dejan los animalitos en la tapicería de los sofás y en el polvo que acumulan los volúmenes en las estanterías. Como declaración de higiene, para estar más fresquitos, igual dan arranques de cortarse el cabello, orillar a perros y gatos en algún punto oscuro de la carretera y arrojar los libros al contenedor. La fidelidad a los compañeros del invierno se disipa cuando las temperaturas llegan a la flama insostenible de los cuarenta grados. En ese extremo todo estorba; caen a la fogata de la intemperie caliginosa los muebles más ajados y prescindibles y también los libros con su peso sólido y seco. Ese escritor que ahora mismo culmina su gran obra entre desmayos y sudores, debería saber que algún día, con suerte, irá a parar a un contenedor en pleno agosto, porque los títulos que asoman en el basurero son grandes éxitos de la literatura universal. Ya sería un gran honor encontrar tu libro junto a los de Dickens, Hermann Hesse y García Márquez algún verano futuro salpicado de cortezas de sandía. Incluso la literatura eterna tiene su memento mori; cualquier verano tórrido es la ocasión. Los libros se echan a la calle, si no es en contenedores, será en librerías de lance, donde están tirados como el “bacalado”: un libro a un euro y tres libros a dos y así sucesivamente. En el cesto de reclamo a la entrada de la librería de ocasión sus cubiertas denigradas por el efecto del sol se clarean y piden limosna ¿qué puede esperar un escritor de hoy día si Galdós, Kafka y Wilde andan en estas condiciones? Más barato que un café te sale el talento de nuestros próceres en la calle Mayor, en Claudio Coello o en Malasaña, por citar algunos lugares emblemáticos de Madrid. Si Mariano José de Larra dijo que “Escribir en Madrid es llorar”, ¿qué tendría que decir ahora? La Librería de los Bibliófilos Españoles en la Travesía del Arenal es a día de hoy una tienda de deportes, la librería Mariano, una cervecería ¿quién da más o, mejor dicho, quién da menos? A principios de verano descubrí una librería pequeñita, llamada Pérgamo, en la calle General Oraá del barrio de Salamanca. Era como una tienda de golosinas con muchas exquisiteces: ejemplares raros y curiosos, entre los que no faltaban los poemarios. En un lugar preferente se encontraba uno de la paisana doña Victoria Atencia “Como las cosas claman”. Pasado un mes, cambió radicalmente la fisonomía del escaparate, que se hallaba ahora ocupado por gigantescas portadas de los libros más vendidos; ese tipo de carteles que son propios para anunciar estrenos de cine. El librero dejó en la puerta un letrero manuscrito, “Se cierra hasta nuevo aviso”, todo ello componía un mensaje demoledor. Aquella plaza acababa de ser conquistada y su propietario abandonó el escudo, después de la última batalla perdida, y huyó en retirada ¿se llevaría consigo sus joyitas o las vendería en lotes a precio de saldo? Espero que no corra la misma suerte la librería Hiperión de calle Salustiano Olózaga, pues tenía apalabradas con el encargado del local las obras completas de Demófilo; Antonio Machado Álvarez, el padre del célebre poeta. Le tengo mucho cariño a este tenaz escritor, porque es uno de los personajes de mi novela sobre secundarios; esos literatos que desaparecieron de la memoria con mayor facilidad, pues nunca llegaron a prender más llama que la de las estrellas fugaces. Algunos triunfaron un poquito, otros nada, pero cuentan con el indiscutible privilegio de no aparecer en los contenedores de basura ni en las librerías de lance, porque las tiradas de sus obras fueron tan pequeñas y de tan baja calidad que se pudrieron por el camino. Puedes, si te obstinas mucho, comprar alguno a coleccionistas. Ni siquiera el tiempo ha revalorizado esos libretillos amarillentos y cagaditos de moscas. Compruebo, al leerlos, que son malos, muy malos, y que el tribunal que los juzgó no fue tan severo, sin embargo, me dan ternura sus ilusiones desmesuradas y me inspira respeto su trabajo, pues incluso las páginas de escaso mérito literario cuestan muchas horas de dedicación ¿Qué pensarían ellos, que vinieron a pasar miserias al Madrid de las oportunidades, al ver las obras de sus contemporáneos exitosos pidiendo limosna en los escaparates de las librerías de segunda mano? ¿Creerían todavía que merece la pena escribir y dejarse la vida en ello? En cada vagón de metro, entre todas las personas que se afanan en sus móviles, solo hay una que lee un libro y, aunque el porcentaje sea mínimo, hay que felicitarse por que aún exista. Por seducir a ese solo lector merece la pena cualquier esfuerzo, porque, hoy por hoy, está en sus manos el futuro de la literatura, si lo hay…

Historia cómica de los perros

El perro pudo haber sido un animal libre e independiente. Nació con todas las cualidades físicas necesarias para ello. Soporta el frío extre...