Las malas lenguas

domingo, 26 de diciembre de 2021

A buenas horas, hijo mío

Mi padre se fue, como quien dice, a comprar tabaco y se lo tragó la tierra; que ya nunca más volvimos a verle el polvo. Así que mi madre, que jamás fue de natural alegre, se puso tan mustia a raíz de aquello que apenas hablaba e iba de un lado a otro del piso como un abanto, que ni salía si no era para limpiar en las casas, como venía siendo su trabajo, o para ir a comprar comida. Las veces que se acordaba, porque a lo ida que andaba, se le solía olvidar y pasamos más de un día y de una noche en ayunas. Así transcurrió mi infancia en la total escasez de alimento y afecto familiar, que tenía mucha prisa yo por hacerme mujer para conseguirme un novio que me diese el cariño que tanto me faltaba y dejar aquella casa sólo ocupada por la tristeza y el silencio. Claro que en un barrio tan mísero y conflictivo como el mío no se hallaban los chicos más recomendables, pero quién piensa en eso a los catorce años. A mí el Chino me gustaba mucho y yo le gustaba a él; con eso era bastante. Nos casamos por lo formal, que no se diga. El padre del Chino me pidió, como es costumbre entre gitanos, y mi madre dijo que sí o no dijo nada, lo habitual en ella, pero igual quien calla, otorga, y se diría que prefiriese librarse de mí para no tener más obligación en el futuro que llorar a solas. El problema de mi madre es que era abstemia y eso no es bueno del todo, tampoco el vicio como muy bien supe luego, pero es que sufrir a palo seco sin siquiera una cervecita de vez en cuando para anestesiarse del dolor, es muchísimo sufrir, como un animal al que desgarran vivo, abriéndolo en canal. De modo que, a los quince años recién cumplidos, me casé con el Chino, que no lo llamaban Chino por los rasgos orientales, que no tenía, sino por su gusto por las chinas de chocolate, pues básicamente se alimentaba de porros, uno detrás del otro. Las chinas las traía de Tánger y con lo que sacaba por venderlas íbamos tirando. No mucho, porque fumaba más que vendía, pero tirando. Yo, por traer un poco más de dinero a casa y porque en casa me aburría sola, ya que el Chino o estaba de viaje en Tánger comprando la mercancía o vendiéndola en la calle, pensé que era buena idea ponerme a lavar cabezas en una peluquería del centro, que ya me lo habían ofrecido, pero, en cuanto se lo dije al Chino, me dio tal guantazo que me puso la cara del revés. En especial, el ojo, que lo tenía morado al día siguiente. Y es que el Chino decía que él era muy hombre para mantener a su mujer y que ningún hombre de verdad permite que su mujer trabaje si no es en su casa, que él, más que nadie, sabía el vicio que había en la calle y prefería estar muerto a ser un cornudo. Así que, al día siguiente, me fui a la peluquería del centro y les dije que no iba a ir a trabajar, pero la oficiala, cuando me vio el ojo amoratado, se indignó y, adivinando que mi marido me había pegado, me aconsejó que lo denunciase. — Oye, Chelito, que ya las cosas no son como antes. Si tu marido te pega, vas y lo denuncias, que eso en España es ahora un delito. Y yo me callé, porque no soy quién para discutirle a una mujer con estudios, pero comprendo que ellas tienen otras ideas de las leyes, de sus leyes, pues las nuestras en mi barrio son distintas y, aunque no están escritas, valen más que el papel. Entre nosotros, entendemos que un hombre tiene que imponerse y hacer valer su fuerza si su mujer se sobrepasa. Así ha sido siempre y será, digan lo que digan los otros. El Chino todavía era muy dueño de pegarme entonces, porque estaba entero aún, y yo no me lo tomé a mal. Si me había dado un guantazo, era para prevenir males mayores y sabía que también lo hacía por mi bien. Además que, al poco tiempo, descubrí que estaba preñada y ya, siendo familia completa, no tendría otra ocupación que traer al mundo al niño bien sano. Del embarazo tengo los mejores recuerdos de mi vida porque el Chino me trataba como a una reina. Me traía a casa todo lo que se me antojase: pollo asado, dulces y hasta helados. — Ahora, Chelito, por favor, hazme un niño– me advertía– así me ayudaría en el trabajo, que las niñas traen muchos problemas y no son más que recibir disgustos hasta dejarlas bien casadas. A mí no me parecía bien que el niño le ayudase al Chino en el trabajo porque ni siquiera tenía muy claro que lo del Chino fuese un trabajo. Esperaba solo que si el niño me salía listo, se metiese a electricista o fontanero y, si no, que se pusiera a vender en el mercadillo como su abuelo. Y si era niña, pues...ni quería pensarlo. Al final, tuvimos suerte, gracias a Dios, y nos salió un niño de lo más completito: mi Óscar. Cuando lo recuerdo con sus mofletitos colorados, los rollitos de sus piernas y esa sonrisa inocente siempre en la boca, tan fresco y saludable, me cuesta creer que esa criatura se haya convertido en ese tipo secarrón y triste, que, después de veinte años, regresa a casa cada noche o, más bien, cada madrugada. El Chino se encariñó mucho con el niño, tanto que ya se bajaba menos al moro por estar más tiempo con él, haciéndole juegos y carantoñas. En cuanto el bebé hacía el mínimo gesto de llorar, lo cogía en brazos y me llamaba mala madre si no tenía dispuesto al momento el biberón. Aquel niño le parecía tan suyo que se le figuraba que fuese él mismo que había venido al mundo por segunda vez: — No me digas, Chelito, que no es mi vivo retrato. Y yo no le llevaba la contraria, porque cualquiera, pero la verdad es que al Chino no se parecía nada el niño. Sin ninguna duda, mi Óscar era enterito a mi madre antes de que ésta perdiese para siempre la sonrisa. Tenía de ella, el pelito rizoso casi rubio y esos mismos ojos grandes que parecen ver en cada cosa, algo más allá de las cosas mismas. A decir la verdad, aquel parecido me daba miedo, que temía que fuese una señal de que le esperaba la misma suerte que a su abuela ¿Pero a él quién lo iba a abandonar? Yo lo quería más que a mi vida y el Chino más todavía si cabe. Tanto que quiso cambiar de negocio para que su niño tuviese lo mejor y, por ganar más, probó a traficar heroína. Su intención era buena, pero ya se sabe cómo funcionan estas cosas. La droga hay que probarla antes de comprar y quien se mete con el caballo, o sale muy mal o no sale nunca. De modo que el Chino se enganchó y todo el dinero que ganaba se le iba en consumir, pero lo peor no fue la ruina material sino la física, pues cuanto más se metía, más iba menguando en ánimos y ganas de vivir, que perdió las fuerzas de tal modo que ya no le pedía el cuerpo ni salir a la calle, sólo cuando iba a pillar, y, llegado un momento, hasta eso le venía grande, porque el jaco lo había vuelto cobarde y le daba pavor ir a ver a los camellos, así que me mandaba a mí. Por nada del mundo lo quería yo hacer y mucho menos con mi Óscar tan pequeñito, pero yo al Chino todavía lo quería mucho y me dolía verlo tan desesperado, además de que el Chino era mi hombre y, aún en las malas, lo tenía que obedecer. Es la ley que me han enseñado, aunque ahora digan que el mundo ha cambiado y todo eso. Será que el mundo ha cambiado, no digo yo que no, fuera de mi barrio, pero aquí en el barrio, nuestro mundo no cambia ni creo que cambie nunca. Como iba a hacer la compra, me acostumbré también a ir a pillar la heroína y a probarla antes para que no me engañasen y, como el caballo no respeta a nadie, también me enganché. A partir de entonces, el Chino y yo viajábamos mucho en casa y empezamos a descuidar al Óscar. La heroína nos pudo y, en nosotros, ya no cabía más que el deseo de pillar y chutarnos para luego volver a pillar. Los vecinos estaban hartos de oír al niño llorar y un día vino Charo, la del piso de arriba, a decirme que la situación era ya insostenible y que iba a llamar a los de Asuntos Sociales para que se llevasen al Óscar, que esa no era vida para un niño. Ahora me da mucha vergüenza pensar en eso, pero entonces lo único que se me ocurrió fue llevar a mi niño a lo de mi madre. Tenía claro que ni yo ni mucho menos el Chino nos podíamos hacer cargo de él y que tampoco quería que mi Óscar se fuese con los de Asuntos Sociales, como un huerfanito. Cuando mi madre me vio aparecer con el niño después de tanto tiempo, sonrió un poquito con los ojos. Le dije que se lo encomendaba y lo puse en sus brazos y ella, sin decir nada, como era su costumbre, asintió con un gesto. Al final, los dos abandonados, abuela y nieto, podrían hacerse compañía, reuniendo sus dos soledades. O eso pensaba yo. Al Chino se lo llevó un mal viaje unos años después y su muerte fue para mí como una gran sacudida. Lo enterré con más asombro que lágrimas, convencida de que aquello había sido un aviso y que mi única meta a partir de entonces sería desengancharme. Fue un duro camino que logré recorrer gracias a la ayuda del Proyecto Hombre, pero me quedé tocada. Por aquel tiempo, mi primo el Lolo, venía mucho por mi casa y una de esas veces me propuso que nos fuésemos los dos a vivir al campo, que él tenía en la sierra una casa y, por aquellos montes, se respiraba la paz que a mí tanta falta me hacía. Me quería a mí sola, al Óscar no y, como yo estaba muy débil de ánimo, le dije que sí. Yo no quería al Lolo, pero en su casa convivimos como hombre y mujer. No le podía decir que no si vivía bajo su mismo techo. Pero la paz del campo, que me alivió algunas semanas, duró muy poco, ya que el Lolo, aunque no bebía ni se drogaba, tenía un mal que lo trastornaba igual que si lo hiciese. De modo que se empeñó en creer que yo me acostaba con otros y aquella obsesión se le enquistó sin tregua posible, que, al volver del pueblo donde iba cada día con su furgoneta a hacer unas chapuzas, en vez de saludarme se ponía a hablar con el perro que vigilaba las tierras: — Eh, Pilatos, ¿me vas a decir con quién ha estado esta mientras yo estaba fuera? ¿Sí o no? Venga, hombre, dime... Y tan fijo se le quedaba mirando a los ojos, que el perro asustado se ponía a ladrar... — ¿Lo has oído, fulana? Ha dicho que se llama Juan ¿Quién es ese Juan? Mira que os mato a los dos... — Pero Lolo, que aquí no hay ningún Juan. Que estoy sola, que no viene nadie... Y así un día y otro hasta que, en uno de esos arrebatos, me cogió el brazo, mientras comíamos, y casi me lo corta con el cuchillo carnicero. Salí corriendo campo a través, chorreando de sangre por la herida, hasta que un cortijero me vio y me llevó en su coche al hospital. Allí me dieron muchos puntos, pero la cicatriz la tengo todavía. Tan grande es que ya sólo llevo vestidos con mangas para esconderla. Del Lolo no supe nada más, por fortuna; ya la habría emprendido con otra desgraciada. Volví a instalarme en mi barrio y me llevé a casa a mi madre y a mi niño, el Óscar. Ella seguía, como siempre, triste, ensimismada y muda, y el niño también había perdido aquella sonrisa de sus primeros años. En el instituto ya empezó a dar problemas. Se juntaba con los peores y el tutor de su grupo me llamaba muchas veces para decirme que no había ido a clase. De mis regañinas no hacía ningún caso, pues ya sabía por las malas lenguas del barrio de mi pasado de heroinómana y del asunto del Lolo, y había perdido para él toda la autoridad ¿Qué clase de madre era yo si lo había abandonado? De su abuela había heredado el silencio resentido y de su padre el vicio, aunque no sé yo si quizás el vicio lo tomó como consuelo por aquellos años de abandono ¿quién soy yo para reprocharle nada? Ahora vivimos solos, él y yo. Mi madre murió hace un par de años, como siempre, sin dar un ruido. En realidad, ya se había muerto cuando se marchó mi padre, y muerta vivió hasta que su corazón dejó de latir, cansado de no sentir nada. Cuando la abuela murió, Óscar decidió dejar la bebida. La muerte de otros nos hace tomar decisiones determinantes con respecto a nuestra vida. A mí también me pasó cuando murió el Chino. Por su propia cuenta, el Óscar empezó a ir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. El problema es que va con su amigo, el Juli, que es alcohólico también, y cuando salen de las reuniones, se van de bares y llegan a las tantas. Yo me espero todas las noches a que vuelva el Óscar, acostada, pero con un ojo abierto y otro cerrado. Es mi niño todavía y me preocupa. No habré sido una buena madre, pero una madre soy al fin y al cabo. Cuando siento girar con torpeza su llave en la cerradura, me siento aliviada. Al menos, sigue vivo. Y quisiera levantarme y darle un beso o ir a echarle la bronca, pero la vida nos ha tratado muy mal a mi Óscar y a mí, tan mal que nos ha dejado el alma seca y no podemos expresar los sentimientos. Cuando vuelve el Óscar con el paso enredado en los muebles y el aliento envenenado de alcohol y, a veces, grita, ya estoy aquí, mamá, quiero escuchar que dice: — Mamá, te perdono, te comprendo y te quiero a pesar de todo. Y que yo le respondo, mátame, hijo mío, me lo merezco, pero no te mates a ti, que te quiero más que a mi vida, pero sólo me sale decirle en un hilo de voz: — A buenas horas, hijo mío.

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