Las malas lenguas

miércoles, 27 de enero de 2021

Un milagro en la vida

 


Aunque la expulsaran pronto del colegio y no volviera a verla más, se quedó para siempre en mi vida. Era una profesora peligrosa que hacía pensar y soñar, por eso debieron echarla y porque era preciso que ella nunca envejeciese en mi recuerdo.

Fue y será la mujer más joven que he conocido: con sus veinte y poco años de recién licenciada, sus camisas coloridas, sus vaqueros de campana, su pelo corto, sus parpados pintados de intenso azul sobre sus ojos elocuentes  y esa manera de contar entusiasta que hacía que la vida fuera solo presente, incluso la de un escritor que nació en el siglo XII. Yo no supe hasta entonces quién era Gonzalo de Berceo, ni siquiera que me gustaría saberlo, ni mucho menos que alguna vez estudiaría con tanto placer que no pareciese sino que estuviese de paseo en una tarde luminosa de primavera o disfrutando de una sesión doble de cine, o mejor aún, porque nada que hubiese hecho hasta ese momento podía gustarme más que escuchar a mi profesora de Literatura y, al llegar a casa, leer en las páginas del librote de texto qué nuevo autor sucedería, por ejemplo, al Arcipreste de Hita, o cómo sería el estilo literario del nuevo tema: El Renacimiento.  Adelantaba contenidos por mi cuenta como aquellos que están enganchados a una serie y quieren saber sin dilación cómo va a continuar.

En aquel momento tenía doce años y una reputación bien justificada de alumna distraída, de modo que a mis padres se les hacía extraño verme tan enfrascada en un libro de texto y ni se podían sospechar que estuviese atenta durante toda una clase para guardar con codicia cada palabra que decía una profesora, pero ellos no sabían que ella no era una profesora, sino la profesora, a tal punto que me planteaba si alguien había podido transmitirme algún conocimiento antes de conocerla a ella, que fue, además, la que consiguió que me conociese a mí misma. Esa niña de doce años, que era yo, desorientada y torpe de pies y manos, vivía mortificada por sus complejos sin hallar un motivo que justificase su existencia. Era, en suma, un patito feo, que se siente marcado por la diferencia entre quienes deberían ser sus semejantes: los hermanos, las compañeras…

Yo no sabía hacer nada de mérito ni los ejercicios gimnásticos ni las labores de costura y todas las materias me aburrían, no comprendía a los profesores, hasta que llegó la profesora y me mostró una habilidad, que yo desconocía en mí: leer textos con todo mi corazón y también llegar a construirlos. Resultó así que descubrí que mi rareza era compartida por otras personas y que, al encontrarme con ellas, me podría dejar de sentir tan diferente y tan frustrada. Así me lo hacías ver, profesora, cuando me hablabas de los escritores: toda aquella gente rara que resultó ser mi tribu y, como el patito feo, me ilusionaste con la idea de que yo no era un pato, sino un cisne.

   Cuando llegues a la edad precisa, lo comprenderás. Has de seguir escribiendo, pero, sobre todo, no dejes de leer. Lee todo lo que puedas. Algún día nos volveremos a encontrar, tú serás una buena escritora y yo estaré muy orgullosa de haberte mostrado tu propio camino.

Eso me dijiste, Inmaculada, poco antes de que te expulsaran del colegio. A las monjas no les gustabas mucho; ni tu manera de vestir tan desenfadada con tus vaqueros de campana y tus camisas coloridas, ni ese maquillaje tan azul que cubría tus párpados, ni esa manera de dar clase de pie, apoyándote en la mesa, en lugar de sentarte en la silla como los demás profesores. No les gustaba tu frenético entusiasmo al explicarnos los temas, ni que nos pusieras los casetes de Paco Ibáñez que musicaba los poemas de Góngora y Quevedo, ni que nos hablases tanto de poetas fusilados o exiliados y nos presentases con tanta ilusión las aspiraciones de la poesía social con Blas de Otero y Gabriel Celaya al frente y nos anunciases pletórica la libertad que inauguraba la democracia. Se suponía que todos habíamos aceptado la Transición, pero en ello había un fondo de hipocresía y tú no sabías disimular ni mentir, eras toda franqueza y transparencia: Esa nota de color y de luz que resulta tan discordante en un ambiente tan oscuro; así que te expulsaron.

La Literatura después, en manos de una profesora cansina, metódica y aburridísima, a punto de la jubilación, llegó a ser tan árida como las demás materias: sólo fechas y nombres de unos y de otros no; los censurados. Yo no atendía casi nada en aquellas clases plomizas, pero, al llegar a casa, leía el libro de texto y me imaginaba que tú me lo ibas explicando.

La vida ha dado muchas vueltas y, sin embargo, nada me pudo apartar de la idea de secundar tu labor. Ahora soy también profesora de Literatura e imito tu pasión y tu entusiasmo. Ojalá pueda encontrar cisnes entre los patitos feos y contagiar de luz esta época aun más oscura que la tuya.

La vida no nos ha vuelto a reunir, aunque nunca he parado de buscarte. Después de leer mucho, me lancé a escribir en serio y creo que, con sus más y con sus menos, he encontrado un espacio. Necesito decírtelo, profesora, para que sepas que he cumplido mi promesa, que te debo a ti ser lo que soy y te estoy inmensamente agradecida, pues si no hubieses llegado nunca a mi vida, todavía estaría dando palos de ciego. Hay personas que dan clases por ganarse un sueldo e incluso ejercen su oficio de modo desganado, pero, por fortuna, existen los profesores vocacionales, como tú, que les enseñan a los alumnos lo que son y lo que pueden. Gracias a ti, a los verdaderos profesores, encontramos el auténtico espacio los seres humanos. Un buen docente es el mayor milagro que nos puede suceder en la vida.

 

 

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