miércoles, 25 de mayo de 2022

Historia cómica de los perros

El perro pudo haber sido un animal libre e independiente. Nació con todas las cualidades físicas necesarias para ello. Soporta el frío extremo, “el frío de perros”, que por algo se llama así, y también la canícula, que, precisamente, deriva –o debería derivar- de la palabra “can”. Sabe buscarse la vida (el perro) y encontrar alimento por sus propios medios, dado lo cual, podría haber prescindido de tener un amo e ir por esos mundos a su bola. Sin embargo, a este animal casi perfecto le debilita su gran necesidad de afecto y, como el amor es ciego, un buen día encontró al hombre, que es mucho más defectuoso que él, y en cuanto sintió sobre su lomo las primeras caricias, se hizo su mejor amigo. O sea, que renunció a ser un emprendedor y se convirtió en funcionario del humano. Se trataba de un trabajo fijo, aunque no cómodo, porque además de recibir órdenes, si el amo adjudicado tenía mal carácter, había de soportar de él tremendas perrerías, que, en este libro de Enrique Gallud Jardiel “Historia cómica de los perros” están bien documentadas. Hubo quien le cortó el rabo, quien se lo comió con rabo y todo y quien lo mandó en un cohete a la luna (y estamos hablando de gente muy célebre).
Según un versículo muy conocido del Génesis, Dios creó a la mujer para que el hombre no estuviese solo, pero, como aquella, según observó, tendía a ponérsele farruca, creó después al perro, que era del todo sumiso y nada le discutía (dicho siguiente versículo sobre la creación del perro, según las fuentes, permaneció inédito hasta perderse definitivamente en un naufragio del arca de Noé).
Claro que sí, el perro tenía que existir para que los misántropos pudiesen querer a alguien y Diógenes dijese: “Cuanto más conozco a la gente, más quiero a mi perro”. Hasta un magnicida, como Hitler, quería mucho a sus perros y, lo que tiene más mérito, sus perros lo querían a él.
Sobre la fidelidad de los perros hay muchos relatos en este libro, sabrosos de leer, como el referente a Greyfriars Bobby, quien custodió la tumba de su amo en las inmediaciones de dicho cementerio de Edimburgo durante catorce años, lo que nos da una idea de que la fidelidad canina es ultraterrena, pues va más allá de la ritualidad canónica conyugal “hasta que la muerte los separe”. Los divorciados, que lo son por no haber cumplido la promesa hecha en la iglesia, suelen comprar o adoptar un perro, pues saben que aunque el perro no les haya prometido nada ante un sacerdote, nunca se separará de ellos (aunque tengan la mano suelta o le huelan a cabrales los pies).
Hay en este libro de Gallud Jardiel muchas menciones a perros del cómic, los dibujos animados y el cine, que os invito a recordar, aunque en esta larga lista falta la figura de Pancho, que es muy actual, por representar “el perro del divorciado”. Pancho era explotado por su amo, que era un cuarentón (o un solterón, esto no se aclara en el anuncio televisivo). Como el hombre, en pleno siglo XXI, no encontraba una mujer sumisa que le cocinase, le lavase y planchase la ropa, y esas otras enojosas tareas domésticas, puso a Pancho a hacerle esas faenas. El perro lo hacía todo de maravilla y ni siquiera pedía a cambio un rato de conversación o salidas al cine o a cenar, como lo hacen las sólitas amas de casa, de modo que el amo, un tal Ramiro Benítez, estaba encantado.
Todo así hasta que le pide que le rellene el boleto de la lotería Primitiva. Y, en fin, que lo rellena y luego desaparece. Abandonó al amo y se fue por ahí a hacer una vida de lujo. Hubo muchos perros y perras heroínas, que dieron su vida por los hombres (lo podéis comprobar en este libro), y la de Pancho no es una historia ejemplarizante, o sí, fue el Espartaco de los perros.
Por más que Pancho me caiga muy simpático, como pienso que no querréis seguir la suerte perra del tal Benítez, os aconsejo que queráis mucho a vuestros perros, que los valoréis y que les devolváis una parte del gran amor que os dan. Todo es imposible. Tu perro te conoce más que nadie y, a pesar de eso o por eso, te quiere más que ninguno. Llévalo en tu coche de vacaciones, comparte con él el verano como él ha compartido contigo el invierno y, por las noches, cuando se haga un ovillo a tus pies, léele este libro “Historia cómica de los perros”. Seguro que le va a encantar (guau, guau).

sábado, 12 de marzo de 2022

EL ARTE A JUICIO

La otra noche cené un libro estupendo en mi cocina, titulado “El arte a juicio” y escrito a dos manos por Enrique Gallud Jardiel y Daniel Cotta: grandes escritores ambos dos y admirables farsantes, cualidades ampliamente compatibles, pues es el artista de la pluma un creador de farsas, de ficciones, que halla, por tanto, su mayor gloria en mentir y, cuanto mejor miente, mayor es su acierto en el oficio embaucador que le ocupa. La mentira, que es un pecado para el resto de los mortales, para los escritores es arte, incluso cuando, presuntamente, en este libro se trata de condenar al arte, sobre todo, al llamado “arte con mayúsculas”. Y esto ya no es mera mentira, es flagrante blasfemia, herejía, despelote, qué se yo. O si lo sé, porque auguro que la Santa Inquisición Intelectual, más temible que la de Torquemada, hará caer todo el peso de sus condenas sobre las cabezas de autores asaz irreverentes, que se atreven a poner a caldo a La Divina Comedia, La Mona Lisa, El Taj Mahal, Don Juan el Zorrillo y hasta Don Quijote; ese grandísimo libro, que la universalidad vanagloria, en especial, cuando no se ha leído ninguno. O tempora, o mores, el arte se derrumba y nosotros nos cachondeamos. Pero vuelvo a la escena primera. Estaba cenando este libro en la cocina, indignada y deleitada a partes iguales, porque así es la emoción estética: inefable, incoherente, silvestre, un lío del copón. Tenía que optar por la cólera o la risa y me decanté por la segunda. La ira sienta muy mal antes de acostarse y mucho más en ayunas. Aquí he de hacer un inciso sobre mi vida miserable. Solo puedo pagar un piso de pocos metros en la capital de España y como último refugio me quedó la cocina. O sea, me planteé en plan salomónico: o cocino y como en ella, o instalo allí una mesa para cocinar libros y leerlos. Hube de elegir lo último, pues si me falla el talento, jamás la vocación. Valga el inciso para buscar la empatía de los lectores. Comprendo que Cervantes llegaba al corazón del público, entre otras cosas, porque confesó que tenía pocos dientes y la barba blanca, Machado enternecía con su “torpe aliño indumentario” y la insinuación de que no se comía una rosca, pues bien yo también quiero dar penilla con mi cocina-despacho, por intentarlo que no quede… Volvamos, en suma, al libro de la cena, “El arte a juicio”, en donde estos dos truhanes de las letras se sucedían como fiscal y abogado para condenar o defender magnas obras de arte. Se hacían los enemigos, mas comprendías que estaban de acuerdo en todo y ese todo era la desmitificación de los llamados grandes del pincel, el cincel, la pluma, el séptimo arte, con una feroz ansia de iconoclastia. Quería gritar de indignación y, sin embargo, me reía a carcajadas ¿qué estaba pasando? El monje Jorge de Burgos envenenaría las páginas de este libro maldito para que nadie pudiera reírse de lo más sagrado. Y haría bien, porque es imposible no reírse con estas parodias. Son graciosos los escritores condenados, nunca mejor dicho. Las risas además se combinan con verdaderos hallazgos filológicos como las cuartetas inéditas del Arcipreste de Hita; aquel clérigo maltratado y violado por las rudas serranas. Estas, en concreto, dicen así:
Sy ves que una muger porta grand´el escote
es sennal de que tyene ganas de darse el lote
deverás animarla con pellisco e azote
e acabarás con suerte, cavalgándola al trote.
La muger es lyosa, por natura enbustera
es esta grand verdat, que la save qualquiera;
non creas lo que diga, pues es enrredadera;
quien las escucha acaba como una rregadera
.
En fin, yo soy una gran entusiasta de la literatura misógina de la Edad Media, pues en ella se reconocía el poder subyugante de la mujer sobre el hombre, lo que tiene tintes feministas. Bien está el Sendebar “Sobre los engaños y ensañamientos de las mujeres” de Don Fadrique, hermano de Alfonso X el Sabio y “El Corbacho”del Arcipreste de Talavera, cuyos textos demuestran que eran abatidos por el género femenino y de eso, sin embargo, gustaban a rabiar. Me permito estos versos, por si me escuchan a través de los siglos:
Gustan los hombres sabios
e también los clérigos
de mujeres locuelas,
calientes en el lecho
No han de folgar entonces,
si no es con escarmiento,
ca ende del fornicio,
les salen grandes cuernos.
Una mujer deçente
non faze pillerías,
mas esas no les placen,
ca no san guarrería.
Non llores de tus ojos
por muxer casquivana,
pues sabredes de sobra,
que es grande puttana.
Bien halladas, por tanto, las cuartetas del Arcipreste y la poca aplicación que pueden tener en estos días. Daniel Cotta, que triunfa como escritor y sufre como profesor de instituto, lo ha dejado claro. El Libro de Buen Amor es lúdico, pero nada pedagógico. En cambio, “La vida es sueño” presenta maneras. El rey Basilio presentía que su hijo Segismundo iba a ser disruptivo y lo encerró treinta años en una torre. Allí se puso fino y recitó monólogos de gran altura. Es una pista, como tantas otras, que da este libro maldito. Llegará el momento en que el libro sea condenado a la hoguera y los autores procesados. Mientras que podamos, disfrutemos de él, porque los libros malditos son imprescindibles.

lunes, 21 de febrero de 2022

Papá cumple noventa años ¿o no?

Hoy he ido a la calle Alonso Heredia a felicitar a mi padre por su cumpleaños: -Felicidades, papá- le he dicho- hoy cumples noventa años. Él me ha mirado muy fijo y me ha respondido: -¿Pero qué estupideces estás diciendo? Yo no tengo ninguna hija y mucho menos noventa años. Estoy en la flor de la vida y ni siquiera me he echado novia todavía. La verdad es que lleva razón. Yo tuve un padre que murió hace unos meses con ochenta y nueve años, pero el que visito ahora en calle Alonso Heredia es mucho más joven que yo y acaba de cumplir dieciocho. Reside en este piso con su tía Lala, el esposo de esta, el tío Salvador, y su hermano Bartolo. Por supuesto, no me conoce aún, ni siquiera conoce a mi madre. En su habitación hay colgado un almanaque del año 1950, porque, en efecto, es el año en el que vive. En el piso que he alquilado en Diego de León corre febrero de 2022, pero cuando cruzo el paso de peatones y llego al piso de mi padre en Alonso Heredia es 1950. Se nota por el almanaque, pero también por los braseros de picón, el hornillo de gas, el vaho de los inviernos fríos de posguerra y el blanco y negro en el que se proyecta mi padre y todo lo que le rodea. O sea, que no hay duda, mi padre cumple hoy dieciocho años y, por lo tanto, todavía no es mi padre. Él se ha resignado ya a mi presencia. La acepta con tal de que no lo llame papá ni le diga cosas estrambóticas como que ha cumplido noventa años. En estas circunstancias, a su edad, bien podría ser mi hijo. Nunca he podido tener hijos y, en cierto modo, me ilusiona ser un poco la madre de mi padre. Será un desafío hacer carrera de él, porque va muy mal en los estudios. Se distrae mucho y busca cualquier excusa para salir y volver a las tantas. -¿Sabes qué?- me dice muy contento- hoy la tía Lala me ha dado cinco duros. Podemos ir a gastarlos a Sol. Nos tomamos unas cañas ¿a que sí? En ningún lado tiran las cañas como en Madrid con sus dos deditos de espuma tan suave. Venga, vamos ¿no te animas? Yo quería invitar a mi hermano Bartolo, pero no hace más que estudiar ¿y tú crees que con tanto estudiar le va a ir mejor en la vida? -No, papá, estoy segura de que no le irá mejor. De hecho, ha muerto antes que tú. -¿Que ha muerto Bartolo? ¿Pero qué tonterías dices? Si tiene solo dieciséis años. Asómate a su habitación y lo verás vivito y coleando. Me asomo y veo a mi tío: un adolescente de cabellos claros, que consume la luz de sus ojos azules en la lectura de sus libros de texto. -Qué guapo es el tío Bartolo, nunca lo había visto tan joven. Se parece a Tony Curtis. -Pero qué locuras dices ¿cómo va a ser Bartolo tu tío? Si es un chiquillo… Aparece nítida e indiscreta la imagen de mi tío en el tanatorio, maquillado suavemente en su ataúd ¿cuántos años hace ya de eso? Para mí es pasado, pero para el tío aún es futuro. Vive en 1950 ¿estudiaría tanto si supiera lo que le va a pasar? Cierro la puerta para que mi tío prosiga en su recogimiento frailuno. No ha apartado la mirada del libro, no me ha visto. Está replegado en sus galerías interiores, de las que nunca saldrá. Nunca supimos lo que pensaba, lo que sentía, en qué consistía el misterio de sus silencios pertinaces. Mi padre, sin embargo, es transparente: -Quítate los zapatos- me ordena. Con los zapatos en las manos alcanzamos a oscuras la puerta de salida. Tía Lala y tío Salvador, que ya duermen, no deben enterarse de que salimos a estas horas. -Pero, papá, nos tomamos solo dos cañas y regresas. Tú también tienes que estudiarte los parciales- le advierto cuando ya estamos en la calle. Ríe y se encoge de hombros: -Los parciales son dentro de una semana. Yo estudio la noche anterior y con eso va que chuta, saco un cinco ¿no es bastante con eso? -No, papá, no es bastante. Si vas a lo mínimo, no vas a poder nunca aprobar unas oposiciones a fiscal o a abogado del estado y discutirás mucho con mamá, que va a reprocharte no haber sabido aprovechar tus oportunidades. -¿Y cómo sabes eso? -Lo sé por experiencia- respondo con resignación- y, como lo sé yo, lo saben todos los vecinos del bloque. Vuestras peleas son memorables. -¿Pues sabes lo que te digo? Que no quiero conocer a tu madre, seguro que es una pesada como tú. De tal palo, tal astilla, dice el dicho. -Pues sí, tú siempre dices que me parezco mucho a ella. -No sé cuándo he dicho eso, pero cómo tú haces que lo sabes todo, pues en fin, ¿hacemos una parada en General Pardiñas? Allí hay una taberna estupenda de la que me ha hablado el compadre Julio… -¿El tito Julio? -¿Cómo el tito Julio? ¿Mi compadre es también tu tío? Estás para que te encierren. Vamos a la taberna de Pardiñas y allí tenemos el primer percance, porque el camarero no quiere aceptar las pesetas de Franco, que le da mi padre. En el piso de mi padre están en el año 1950, pero en las calles corre 2022. Discuto con el camarero, que sugiere que mi padre lo quiere timar y por ahí no paso. Me permito reprenderle algunas conductas a mi padre, pero no consiento que nadie lo critique en lo más mínimo y mucho menos, que lo acuse de estafa. -Cuide usted lo que dice porque puedo ponerle un parte disciplinario, o sea, una hoja de reclamaciones. El camarero me mira perplejo y yo me apresuro a entregarle mi tarjeta de crédito para hacer el pago y zanjar la discusión cuanto antes. Papá se queda atónito al ver la tarjeta posada en el datáfono: -Ya está, papá todo solucionado. -¿Cómo todo solucionado? ¿O sea, que tú puedes pagar con ese trozo de plástico y yo no puedo hacerlo con la moneda legal en curso? En este tugurio están todos locos ¿lo ves? Pues no pone a la entrada que la taberna fue fundada en 1985. Si todavía quedan treinta y cinco años para que pueda ocurrir eso…Yo, mira, no sé si salir más contigo, porque cuando salgo solo o con mi compadre Julio veo el Madrid que conozco, pero es estar a tu lado y todo cambia. Va la gente por las calles, abrigada con colchas, y mirando una linterna. -Los móviles, papá. -¿y qué es eso? -Un teléfono que pueden llevar en la mano. -¿De verdad? Pues menos mal que nosotros no lo tenemos. Imagínate que nos llaman la tía Lala y el tío Salvador y nos pillan infraganti. -Yo sí que tengo uno, papá, ¿qué te parece si nos hacemos un selfie y se lo enviamos a mamá? -¿Un selfie? -Sí, es un retrato…. -Quita ya, que no son horas, otro día nos vamos al Retiro y allí el retratista nos hace una foto en condiciones. Tengo que ir al barbero a que me afeite y me haga un buen pelado. -¿Para qué, papá? Estás muy guapo así. -¿De veras? Ya has dicho que mi hermano se parece a Tony Curtis y yo ¿a quién me parezco? -Sinceramente a nadie. Eres el hombre más guapo del mundo y, en ese nivel, no hay parangón. -Mecachis en la mar, primero me regañas y luego me dices estas cosas tan bonitas, qué rara eres ¿Vamos a Sol o qué? -Vamos a Sol, papá, y nos tomamos dos cañas más, solo dos, después te vas a estudiar a casa ¿me lo prometes? Iré a verte mañana y pasadomañana. Iré a verte todos los días. -¿Todos los días? Eso es demasiado. No me dejas respirar. -Ahora que te he encontrado, no quiero perderte de vista. -No sé qué quieres decir con eso… -He venido hasta aquí para estar contigo. En el pasado tuvimos muchas discusiones, pero yo sabía que cuando nos reuniésemos en Madrid podríamos volver a resolver esas diferencias. Ahora somos buenos amigos ¿verdad? Mi padre está muy confuso, pues el pasado del que le hablo es su futuro y, por tanto, lo desconoce. -De acuerdo, somos amigos, pero por eso mismo no te comportes como si fueses mi madre. Yo no necesito una madre como tú, ya tengo una y es un pedazo de pan. Nunca me echa la bronca como tú lo haces. -¿La abuela Dolores? He oído hablar mucho de ella y llevo su nombre porque murió poco antes de nacer yo ¿vendrá pronto a visitarte? No te imaginas cuánto me gustaría conocerla. -Pues creo que viene en primavera ¿pero qué haces? ¿Ahora te pones a llorar? -Es que estoy muy emocionada. -Te ha sentado mal la cerveza, yo creo que es mejor que tomes vermú, pero la próxima vez déjame que pague yo. Quedaré muy mal si me invita una señora ¿qué podrían pensar de mí? Por fortuna, al llegar a Sol, las calles vuelven al blanco y negro de los cincuenta, y, en ellas están las tabernas que mi padre conoce y en las que puede pagar con sus pesetas. -Encantada de conocerla- me dice Juanito, el tabernero- usted es la madre de Pepe ¿verdad? -No, exactamente- responde papá contrariado. Juanito guiña un ojo: -Ah, comprendo. Disculpa, joven. Desde luego no ha comprendido nada, pero perderíamos el tiempo si le quisiéramos explicar una relación tan compleja, así que bebemos en silencio. Visitamos dos o tres tugurios y, finalizado el itinerario festivo, regresamos a pie a Alonso Heredia. Mi padre, al llegar a su casa, arroja unas chinas contra la ventana de la habitación de su hermano Bartolo. -Eh, Bartolo, ábreme. La luz del cuarto sigue prendida y mi padre comenta: -Ya sabía yo que Bartolo seguiría despierto. Con los parciales parece que se va a comer los libros. Hablaba con una satisfacción que hacía ver el orgullo que le infundía su hermano. Aunque no pudiese compartir su actitud en la vida, lo admiraba sin sombra de envidia. La puerta principal se abrió como por ensalmo. No vi la cara de mi tío, quien evidentemente la abrió. Tenía la cualidad de aparecer y desaparecer con el sigilo de un gato. Como si nada hubiese sucedido, volvía a dibujarse su perfil en la ventana, reclinado sobre los libros, mientras mi padre buscaba a tientas la cama. -Duerme bien y mañana estudia mucho- le dije a papá al pie de las escaleras- volveré por la noche para que me recites los temas. -No, por favor, tendrás cosas que hacer, vuelve otro día. Mi padre cree que puede librarse de mí. Se equivoca. Existe solo por la voluntad que tengo de que exista. Sin duda, el recurso funciona. Desde que tengo estas charlas con él, he conjurado el insomnio y puedo dormir del tirón. Esto es algo que he de agradecerle a Schopenhauer.

domingo, 26 de diciembre de 2021

A buenas horas, hijo mío

Mi padre se fue, como quien dice, a comprar tabaco y se lo tragó la tierra; que ya nunca más volvimos a verle el polvo. Así que mi madre, que jamás fue de natural alegre, se puso tan mustia a raíz de aquello que apenas hablaba e iba de un lado a otro del piso como un abanto, que ni salía si no era para limpiar en las casas, como venía siendo su trabajo, o para ir a comprar comida. Las veces que se acordaba, porque a lo ida que andaba, se le solía olvidar y pasamos más de un día y de una noche en ayunas. Así transcurrió mi infancia en la total escasez de alimento y afecto familiar, que tenía mucha prisa yo por hacerme mujer para conseguirme un novio que me diese el cariño que tanto me faltaba y dejar aquella casa sólo ocupada por la tristeza y el silencio. Claro que en un barrio tan mísero y conflictivo como el mío no se hallaban los chicos más recomendables, pero quién piensa en eso a los catorce años. A mí el Chino me gustaba mucho y yo le gustaba a él; con eso era bastante. Nos casamos por lo formal, que no se diga. El padre del Chino me pidió, como es costumbre entre gitanos, y mi madre dijo que sí o no dijo nada, lo habitual en ella, pero igual quien calla, otorga, y se diría que prefiriese librarse de mí para no tener más obligación en el futuro que llorar a solas. El problema de mi madre es que era abstemia y eso no es bueno del todo, tampoco el vicio como muy bien supe luego, pero es que sufrir a palo seco sin siquiera una cervecita de vez en cuando para anestesiarse del dolor, es muchísimo sufrir, como un animal al que desgarran vivo, abriéndolo en canal. De modo que, a los quince años recién cumplidos, me casé con el Chino, que no lo llamaban Chino por los rasgos orientales, que no tenía, sino por su gusto por las chinas de chocolate, pues básicamente se alimentaba de porros, uno detrás del otro. Las chinas las traía de Tánger y con lo que sacaba por venderlas íbamos tirando. No mucho, porque fumaba más que vendía, pero tirando. Yo, por traer un poco más de dinero a casa y porque en casa me aburría sola, ya que el Chino o estaba de viaje en Tánger comprando la mercancía o vendiéndola en la calle, pensé que era buena idea ponerme a lavar cabezas en una peluquería del centro, que ya me lo habían ofrecido, pero, en cuanto se lo dije al Chino, me dio tal guantazo que me puso la cara del revés. En especial, el ojo, que lo tenía morado al día siguiente. Y es que el Chino decía que él era muy hombre para mantener a su mujer y que ningún hombre de verdad permite que su mujer trabaje si no es en su casa, que él, más que nadie, sabía el vicio que había en la calle y prefería estar muerto a ser un cornudo. Así que, al día siguiente, me fui a la peluquería del centro y les dije que no iba a ir a trabajar, pero la oficiala, cuando me vio el ojo amoratado, se indignó y, adivinando que mi marido me había pegado, me aconsejó que lo denunciase. — Oye, Chelito, que ya las cosas no son como antes. Si tu marido te pega, vas y lo denuncias, que eso en España es ahora un delito. Y yo me callé, porque no soy quién para discutirle a una mujer con estudios, pero comprendo que ellas tienen otras ideas de las leyes, de sus leyes, pues las nuestras en mi barrio son distintas y, aunque no están escritas, valen más que el papel. Entre nosotros, entendemos que un hombre tiene que imponerse y hacer valer su fuerza si su mujer se sobrepasa. Así ha sido siempre y será, digan lo que digan los otros. El Chino todavía era muy dueño de pegarme entonces, porque estaba entero aún, y yo no me lo tomé a mal. Si me había dado un guantazo, era para prevenir males mayores y sabía que también lo hacía por mi bien. Además que, al poco tiempo, descubrí que estaba preñada y ya, siendo familia completa, no tendría otra ocupación que traer al mundo al niño bien sano. Del embarazo tengo los mejores recuerdos de mi vida porque el Chino me trataba como a una reina. Me traía a casa todo lo que se me antojase: pollo asado, dulces y hasta helados. — Ahora, Chelito, por favor, hazme un niño– me advertía– así me ayudaría en el trabajo, que las niñas traen muchos problemas y no son más que recibir disgustos hasta dejarlas bien casadas. A mí no me parecía bien que el niño le ayudase al Chino en el trabajo porque ni siquiera tenía muy claro que lo del Chino fuese un trabajo. Esperaba solo que si el niño me salía listo, se metiese a electricista o fontanero y, si no, que se pusiera a vender en el mercadillo como su abuelo. Y si era niña, pues...ni quería pensarlo. Al final, tuvimos suerte, gracias a Dios, y nos salió un niño de lo más completito: mi Óscar. Cuando lo recuerdo con sus mofletitos colorados, los rollitos de sus piernas y esa sonrisa inocente siempre en la boca, tan fresco y saludable, me cuesta creer que esa criatura se haya convertido en ese tipo secarrón y triste, que, después de veinte años, regresa a casa cada noche o, más bien, cada madrugada. El Chino se encariñó mucho con el niño, tanto que ya se bajaba menos al moro por estar más tiempo con él, haciéndole juegos y carantoñas. En cuanto el bebé hacía el mínimo gesto de llorar, lo cogía en brazos y me llamaba mala madre si no tenía dispuesto al momento el biberón. Aquel niño le parecía tan suyo que se le figuraba que fuese él mismo que había venido al mundo por segunda vez: — No me digas, Chelito, que no es mi vivo retrato. Y yo no le llevaba la contraria, porque cualquiera, pero la verdad es que al Chino no se parecía nada el niño. Sin ninguna duda, mi Óscar era enterito a mi madre antes de que ésta perdiese para siempre la sonrisa. Tenía de ella, el pelito rizoso casi rubio y esos mismos ojos grandes que parecen ver en cada cosa, algo más allá de las cosas mismas. A decir la verdad, aquel parecido me daba miedo, que temía que fuese una señal de que le esperaba la misma suerte que a su abuela ¿Pero a él quién lo iba a abandonar? Yo lo quería más que a mi vida y el Chino más todavía si cabe. Tanto que quiso cambiar de negocio para que su niño tuviese lo mejor y, por ganar más, probó a traficar heroína. Su intención era buena, pero ya se sabe cómo funcionan estas cosas. La droga hay que probarla antes de comprar y quien se mete con el caballo, o sale muy mal o no sale nunca. De modo que el Chino se enganchó y todo el dinero que ganaba se le iba en consumir, pero lo peor no fue la ruina material sino la física, pues cuanto más se metía, más iba menguando en ánimos y ganas de vivir, que perdió las fuerzas de tal modo que ya no le pedía el cuerpo ni salir a la calle, sólo cuando iba a pillar, y, llegado un momento, hasta eso le venía grande, porque el jaco lo había vuelto cobarde y le daba pavor ir a ver a los camellos, así que me mandaba a mí. Por nada del mundo lo quería yo hacer y mucho menos con mi Óscar tan pequeñito, pero yo al Chino todavía lo quería mucho y me dolía verlo tan desesperado, además de que el Chino era mi hombre y, aún en las malas, lo tenía que obedecer. Es la ley que me han enseñado, aunque ahora digan que el mundo ha cambiado y todo eso. Será que el mundo ha cambiado, no digo yo que no, fuera de mi barrio, pero aquí en el barrio, nuestro mundo no cambia ni creo que cambie nunca. Como iba a hacer la compra, me acostumbré también a ir a pillar la heroína y a probarla antes para que no me engañasen y, como el caballo no respeta a nadie, también me enganché. A partir de entonces, el Chino y yo viajábamos mucho en casa y empezamos a descuidar al Óscar. La heroína nos pudo y, en nosotros, ya no cabía más que el deseo de pillar y chutarnos para luego volver a pillar. Los vecinos estaban hartos de oír al niño llorar y un día vino Charo, la del piso de arriba, a decirme que la situación era ya insostenible y que iba a llamar a los de Asuntos Sociales para que se llevasen al Óscar, que esa no era vida para un niño. Ahora me da mucha vergüenza pensar en eso, pero entonces lo único que se me ocurrió fue llevar a mi niño a lo de mi madre. Tenía claro que ni yo ni mucho menos el Chino nos podíamos hacer cargo de él y que tampoco quería que mi Óscar se fuese con los de Asuntos Sociales, como un huerfanito. Cuando mi madre me vio aparecer con el niño después de tanto tiempo, sonrió un poquito con los ojos. Le dije que se lo encomendaba y lo puse en sus brazos y ella, sin decir nada, como era su costumbre, asintió con un gesto. Al final, los dos abandonados, abuela y nieto, podrían hacerse compañía, reuniendo sus dos soledades. O eso pensaba yo. Al Chino se lo llevó un mal viaje unos años después y su muerte fue para mí como una gran sacudida. Lo enterré con más asombro que lágrimas, convencida de que aquello había sido un aviso y que mi única meta a partir de entonces sería desengancharme. Fue un duro camino que logré recorrer gracias a la ayuda del Proyecto Hombre, pero me quedé tocada. Por aquel tiempo, mi primo el Lolo, venía mucho por mi casa y una de esas veces me propuso que nos fuésemos los dos a vivir al campo, que él tenía en la sierra una casa y, por aquellos montes, se respiraba la paz que a mí tanta falta me hacía. Me quería a mí sola, al Óscar no y, como yo estaba muy débil de ánimo, le dije que sí. Yo no quería al Lolo, pero en su casa convivimos como hombre y mujer. No le podía decir que no si vivía bajo su mismo techo. Pero la paz del campo, que me alivió algunas semanas, duró muy poco, ya que el Lolo, aunque no bebía ni se drogaba, tenía un mal que lo trastornaba igual que si lo hiciese. De modo que se empeñó en creer que yo me acostaba con otros y aquella obsesión se le enquistó sin tregua posible, que, al volver del pueblo donde iba cada día con su furgoneta a hacer unas chapuzas, en vez de saludarme se ponía a hablar con el perro que vigilaba las tierras: — Eh, Pilatos, ¿me vas a decir con quién ha estado esta mientras yo estaba fuera? ¿Sí o no? Venga, hombre, dime... Y tan fijo se le quedaba mirando a los ojos, que el perro asustado se ponía a ladrar... — ¿Lo has oído, fulana? Ha dicho que se llama Juan ¿Quién es ese Juan? Mira que os mato a los dos... — Pero Lolo, que aquí no hay ningún Juan. Que estoy sola, que no viene nadie... Y así un día y otro hasta que, en uno de esos arrebatos, me cogió el brazo, mientras comíamos, y casi me lo corta con el cuchillo carnicero. Salí corriendo campo a través, chorreando de sangre por la herida, hasta que un cortijero me vio y me llevó en su coche al hospital. Allí me dieron muchos puntos, pero la cicatriz la tengo todavía. Tan grande es que ya sólo llevo vestidos con mangas para esconderla. Del Lolo no supe nada más, por fortuna; ya la habría emprendido con otra desgraciada. Volví a instalarme en mi barrio y me llevé a casa a mi madre y a mi niño, el Óscar. Ella seguía, como siempre, triste, ensimismada y muda, y el niño también había perdido aquella sonrisa de sus primeros años. En el instituto ya empezó a dar problemas. Se juntaba con los peores y el tutor de su grupo me llamaba muchas veces para decirme que no había ido a clase. De mis regañinas no hacía ningún caso, pues ya sabía por las malas lenguas del barrio de mi pasado de heroinómana y del asunto del Lolo, y había perdido para él toda la autoridad ¿Qué clase de madre era yo si lo había abandonado? De su abuela había heredado el silencio resentido y de su padre el vicio, aunque no sé yo si quizás el vicio lo tomó como consuelo por aquellos años de abandono ¿quién soy yo para reprocharle nada? Ahora vivimos solos, él y yo. Mi madre murió hace un par de años, como siempre, sin dar un ruido. En realidad, ya se había muerto cuando se marchó mi padre, y muerta vivió hasta que su corazón dejó de latir, cansado de no sentir nada. Cuando la abuela murió, Óscar decidió dejar la bebida. La muerte de otros nos hace tomar decisiones determinantes con respecto a nuestra vida. A mí también me pasó cuando murió el Chino. Por su propia cuenta, el Óscar empezó a ir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. El problema es que va con su amigo, el Juli, que es alcohólico también, y cuando salen de las reuniones, se van de bares y llegan a las tantas. Yo me espero todas las noches a que vuelva el Óscar, acostada, pero con un ojo abierto y otro cerrado. Es mi niño todavía y me preocupa. No habré sido una buena madre, pero una madre soy al fin y al cabo. Cuando siento girar con torpeza su llave en la cerradura, me siento aliviada. Al menos, sigue vivo. Y quisiera levantarme y darle un beso o ir a echarle la bronca, pero la vida nos ha tratado muy mal a mi Óscar y a mí, tan mal que nos ha dejado el alma seca y no podemos expresar los sentimientos. Cuando vuelve el Óscar con el paso enredado en los muebles y el aliento envenenado de alcohol y, a veces, grita, ya estoy aquí, mamá, quiero escuchar que dice: — Mamá, te perdono, te comprendo y te quiero a pesar de todo. Y que yo le respondo, mátame, hijo mío, me lo merezco, pero no te mates a ti, que te quiero más que a mi vida, pero sólo me sale decirle en un hilo de voz: — A buenas horas, hijo mío.

miércoles, 3 de noviembre de 2021

Los sufrimientos del escritor

“Los sufrimientos del escritor”, el antepenúltimo ensayo del prolífico autor Enrique Gallud Jardiel, es un libro de interés general, por cuanto se refiere a un sector que prolifera en la actual sociedad: los escritores. Si Madrid era, según Dámaso Alonso, una ciudad de más de un millón de cadáveres, ahora abarca más de un millón de escritores, muchos a pique de ser cadáveres a causa de lo que sufren. Cómo no han de sufrir en un mundo en el que todos escriben y nadie lee. Y quien dice Madrid, dice el resto del orbe, pues, siendo globalizadas las costumbres, no hay rincón recóndito del planeta donde no proliferen los plumíferos y padezcan lo suyo en consecuencia. Escribir en Madrid sigue siendo llorar, como dijo Mariano José de Larra antes de suicidarse, mas ahora también se llora en provincias y hasta en el más intrincado poblado africano lloran los autores en todos los idiomas. Unos lloran con un solo ojo y otros con los dos, de modo que, en base a este valioso libro de Gallud, podríamos hacer un catálogo de escritores sufrientes, a saber: a) Los que, pese a su talento, no son reconocidos ni remunerados. b) Los que, con más talento o menos, sí son reconocidos, pero poco remunerados y ponen un taller de creación literaria que les genera ingresos y secuelas de nuevos escritores sufrientes. c) Los que, sin talento, ni remuneración, nunca obtienen reconocimiento, porque escriben muy mal y no lo saben. Sobre estos últimos se extiende el manual, pues hay muchos modos de escribir mal y muy pocos de escribir bien. Lo primero se puede evitar y, sin embargo, lo segundo es inaprensible y poco aconsejable, ya que el escritor genial es una persona inmadura, un inestable emocional y una desgracia, en definitiva, para sí mismo y para sus padres. Ahí están los célebres casos de Boccaccio, Shakespeare y Kafka, entre otros. Calderón de la Barca lo ejemplificó en una primera versión inédita de “La vida es sueño”: El rey Basilio supo por las estrellas que su sucesor Segismundo iba a ser escritor y, como hombre prudente, lo encerró en una torre, porque, como todos saben, un rey poeta sólo puede traer la ruina a un país, sin embargo, Segismundo tozudo hasta en su encierro, seguía dándole la paliza a las ratas con sus monólogos orales: “Qué delito cometí contra vosotros naciendo. Aunque si nací, ya entiendo qué delito he cometido; bastante causa ha tenido vuestra justicia y rigor, pues el delito mayor del hombre es haber nacido”. Al oírlo Rosaura, otra escritora desgraciada, que andaba por allí, formuló una fábula judeocristiana en verso, cuya moraleja consistía en que hay que consolarse, pues si estás jodido, siempre hay otro ser más jodido que tú. Lo normal es que Segismundo y Rosaura se hubiesen entendido entre ellos y no le dieran más la lata a nadie, pero Rosaura estaba siguiendo a Astolfo, un amante huido, que estaba hasta los pelos de las retahílas moralistas de la doncella. Y aquí viene el desventurado desenlace; Rosaura se casa con Astolfo y Segismundo con Estrella, que eran bastante ajenos a la literatura y, por tanto, más felices. Si ya hemos dicho que un buen escritor es una desgracia para sus padres, lo es más para sus parejas, que, en ocasiones, incluso les sobreviven penosamente, pobres criaturas. De las páginas de este gran ensayo de Gallud se deduce que los buenos escritores sufren y los malos, además de sufrir, son insufribles. Si, como se prevé, al escribir bien o mal, se sufre de todas maneras, conviene perder el tiempo en algo digno, aunque la posteridad sólo premie con una estatua sobre la que cagan las palomas. Gallud da pautas sobre cómo mantener la dignidad y viceversa, pues algunas pautas y normas absurdas mutilan el genio literario tanto como lo políticamente correcto. Ars longa, vita brevis, por lo tanto, cuida mucho lo que escribes y cuida mucho más lo que lees. Lector y tal vez escritor en ciernes, si no quieres dar más palos de ciego, atrévete a ver la luz en este ensayo.

jueves, 21 de octubre de 2021

Ropa vieja a precio de oro

La ropa de segunda mano era una ofrenda humillante que antes correspondía a la clase humilde. Las señoronas de cierto rango regalaban sus vestimentas ajadas y deslucidas por el uso a las doncellas y, en ciertos casos, al ropero de caridad. Como los tiempos cambian y las modas son materia de capricho, que es musa estrafalaria, ahora es de gusto exquisito y elitista comprar ropa usada a precios de órdago. A ese tipo de atuendos, además de carísimos, muchas veces espantosos, se les llama “vintage”. Me explico, no toda la ropa usada es vintage. Cuando la ves en un revoltillo de un puesto de El Rastro a dos euros las prendas se llaman “oportunidades” y las compramos los frikis poco solventes, después de mucho escarbar con la mano en el maremágnum de horrores, pero si esas mismas prendas se exhiben con cierta gracia en los escaparates de un comercio chic de Malasaña valen lo mismo, nada, pero cuestan un huevo de pato, que sólo pueden permitirse los pudientes extravagantes. A esa ropa usada sí se le llama “vintage”, y es la pera; la pera limonera. Proviene del saqueo de armarios de gente que fue muy moderna en los años setenta y, a estas alturas, posiblemente haya ya fallecido. El “vintage” tiene su puntito también de necrofilia. Es, en fin, una tontería morbosa. Si, en un momento del pasado, se despreciaron los ropajes de aquella tía soltera que iba de psicodélica en las boîtes de la apertura, ahora se compran como un Dior los atuendos de otras tías solteras anónimas o las pellizas de borrego y los pantalones de campana de aquel abuelo de no sé quién que corría en las “manifas” de la persecución de los grises o las chaquetas de lentejuelas de un fallecido fan de Elvis Presley. Lo último en moda huele a alcanfor, a muerte por frustración o sobredosis: a melancolía. Es trágico pero, como trágico, también sublime y, por lo general, feísimo, pero el feísmo es una expresión conmovedora de la estética y en ello, los setenta son el novamás: esas telas brillosas de nylon de las camisas con estampados de rombos, donde luchan el marrón y el naranja, el naranja y el rosa, esos cuellos enormes que desafían a la gravedad, esas faldas ramplonas tableadas de corte escocés, esos jerseys de lana tejidos por la abuela, en varios parches, con las sobras de lana, tan parecidos a los cojines del sofá del salón…Compón tu apariencia con todos estos espantos y serás alguien, vestirás “vintage”, aunque en ello se te vaya el sueldo y el buen gusto. Y te distinguirás de los humildes que estrenan prendas globalizadas de Bershka, de Pull and Bear y Springfield, etc… El vintage no favorece; es caro, feo y muchas veces de mala calidad, pero te asocia a una élite. Si eres rico, usa ropa vieja y horrenda, porque sí, porque tú lo vales.

jueves, 23 de septiembre de 2021

El próximo alcalde de Madrid será chino

En principio, los chinos en Madrid eran una anécdota y solo tenían restaurantes. Para un provinciano en los años setenta era una novedad muy exótica ir a Madrid y comer en un chino rollito de primavera y aletas de tiburón y aquello de que no pusieran pan, porque el llamado “pan chino” era un dulce, que solo lo pedían los ingenuos. Ha llovido mucho desde entonces y ahora hay muchos menos restaurantes chinos, lo que no significa que haya menos chinos en absoluto, solo que se han diversificado. Comenzaron con las tiendas de alimentación; esos 24 horas en los que se vende prácticamente de todo y que se prodigaron de tal modo, que, a día de hoy, se puede decir que hay uno de estos negocios por habitante, aunque igual aquí que en otra ciudad de España. La peculiaridad por estos pagos es que se van encargando de todas las ramas del comercio: tiendas de moda, peluquerías y bares castizos, de los que sirven bocatas de calamares y callos a la madrileña. Si vas a uno de estos bares por Atocha, encontrarás una china muy chulapa que te pregunta: -Hola, guapa, ¿qué vas a tomal? Y luego te tira una caña formidable con sus dedos de espumita suave, que ni en la Cruz Blanca: -Aquí tienes el apelitivo, caliño. Esta chica es de las que todavía habla con la “ele”, pero también las hay con un acento chulapo que dejarían pasmado a Carlos Arniches: chinas pijas de calle Serrano, que no desmerecen a las autóctonas, porque lo son también. Fueron esas niñas adoptadas por familias de posibles, que han echado los dientes en la Villa y no conocen Pekín: -O sea, tía, o sea, en plan de que Borja lo ha petado en Instagram…¿nos hacemos un vermú? A estas alturas, en Madrid, hay chinos en todos los estatus y en todos los oficios, incluso sin oficio. Eso, de veras, que es un asunto singularísimo, del que es pionera la capital. Hoy he visto a un chino a la puerta del supermercado Día pidiendo limosna ¿cómo es posible? ¿No va eso contra los principios del ideario chino? Estaba prácticamente tendido en el suelo y, cuando me acerqué a darle una moneda, comprobé por su mirada errática y su sonrisa desdentadísima, que era un yonqui. He visto chinos ya de todas las clases, pero un chino yonqui ¿qué es eso? Lo que se entiende por esta experiencia es que los chinos están tan integrados en la españolidad que ya no son extranjeros. Aun queda por llegar el político, pero no me extrañará que llegue y con éxito. Ellos todo lo aprenden y lo llevan a cabo en cualquier sector. No es aventurada esta profecía y recordadlo cuando suceda: el próximo alcalde de Madrid será chino.

Historia cómica de los perros

El perro pudo haber sido un animal libre e independiente. Nació con todas las cualidades físicas necesarias para ello. Soporta el frío extre...